miércoles, 22 de octubre de 2008

Idiosincracia fémina



Caminaba la calle desierta con algo de determinación y desvelo. Y puesto que no llevaba lentes perdí un poco de paisaje, lo cual era elemento de estudio. La calle desierta y el calor en su extremo más asfixiante, había algo poco real en todo ello. Cuando mis pies han decidido detenerse, no concordé con ellos, y me dije que mejor sería apoyar mis codos en la mesa de un café, como muestra de que todavía me exijo demasiado.

Dentro de un lugar limpio, con vista a otra de las calles parisinas y con la punta de los ojos afilando lápices sumergí mi mirada en la nada. No sólo me sentía hundida en la monotonía de satisfacerme, sino que esta vez, estaba pensando en dejarme. Ya no poseía joviales ganas de deslizarme, ni de destilar vida. Debo admitir que el reloj no dio ni la primera vuelta y todo aquí ya tuvo tiempo de tornarse confuso, creo que el mozo se ha vuelto loco. Pensé en retirarme de inmediato pero otra vez no hice caso a mis infinitas voluntades, y pedí otro café.

El gordo de la mesa siete, ese sujeto. Tenía algo rancio en su aspecto que también permitía observar muy bien a un mono. Sentí su mirada abarcando las zonas predeterminadas de mi cuerpo desde que me asomé por la esquina del bar. Volví a pensar en abandonar el anhelo de olvidar mis deseos, no sería sino, otra parte de un deseo más oscuro aún. Qué tan lejos podía llegar negándome, pero el gordo no cesó de mirarme, y salí por la puerta lateral.

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