domingo, 26 de octubre de 2008

Rayuela

Pero el amor, esa palabra... Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación de amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás, porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como los corpiños. Tan triste oyendo al cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz desde donde se podría empezar a tejer una lengua.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Idiosincracia fémina



Caminaba la calle desierta con algo de determinación y desvelo. Y puesto que no llevaba lentes perdí un poco de paisaje, lo cual era elemento de estudio. La calle desierta y el calor en su extremo más asfixiante, había algo poco real en todo ello. Cuando mis pies han decidido detenerse, no concordé con ellos, y me dije que mejor sería apoyar mis codos en la mesa de un café, como muestra de que todavía me exijo demasiado.

Dentro de un lugar limpio, con vista a otra de las calles parisinas y con la punta de los ojos afilando lápices sumergí mi mirada en la nada. No sólo me sentía hundida en la monotonía de satisfacerme, sino que esta vez, estaba pensando en dejarme. Ya no poseía joviales ganas de deslizarme, ni de destilar vida. Debo admitir que el reloj no dio ni la primera vuelta y todo aquí ya tuvo tiempo de tornarse confuso, creo que el mozo se ha vuelto loco. Pensé en retirarme de inmediato pero otra vez no hice caso a mis infinitas voluntades, y pedí otro café.

El gordo de la mesa siete, ese sujeto. Tenía algo rancio en su aspecto que también permitía observar muy bien a un mono. Sentí su mirada abarcando las zonas predeterminadas de mi cuerpo desde que me asomé por la esquina del bar. Volví a pensar en abandonar el anhelo de olvidar mis deseos, no sería sino, otra parte de un deseo más oscuro aún. Qué tan lejos podía llegar negándome, pero el gordo no cesó de mirarme, y salí por la puerta lateral.

jueves, 16 de octubre de 2008

Faulks


"El hombre se había hecho anfibio y vivía en el barro y en la porquería y allí moría y se le enterraba; el mundo lo contemplaba con histérico asombro"

martes, 7 de octubre de 2008

Cortázar

A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un despertar y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como un adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber el semen que corre por la boca como desafío al Logos, le chupó la sombra del vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza magnífica, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.
Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor...

viernes, 3 de octubre de 2008

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Pocas veces sentía ese impulso. Sabía como hacer para escapar, pero jamás me daba cuenta que en el esfuerzo, recomenzaba a recordar. Me encantaba sentarme a esperar la nada, lo hacía todo el tiempo, en reiteradas ocasiones del día, sin sentido. Miraba el crepúsculo cual perro en su dulce espera detrás del restaurante, era incluso lastimoso, el modo de mecerme ante una cotidianeidad adquirida casi monótonamente. No, no podía tratarse de resignación, era casi lo contrario. El brillo lejano me mantenía perpleja, pensaba en otras vidas, en la posibilidad de trasladarme y mantenerme en otra forma de energía, pensaba en que daría lo mismo, fui libre.